Por Manuel E. Yepe
Cuando se valora el desempeño de los gobiernos populares llegados al poder en América Latina a contrapelo de los intereses de las oligarquías nacionales y a despecho de haberlo hecho en el marco de sistemas electorales elaborados en función precisamente de esos intereses, raramente se considera una regla fatal: una vez que estos han alcanzado el poder, sus dirigentes se ven obligados a alterar sus prioridades para dar la primacía a la lucha por la supervivencia frente a un enemigo externo muy agresivo y poderoso que ni siquiera se considera obligado a justificar sus acciones contrarrevolucionarias.
Comoquiera que nada hay más cierto que el hecho de que una revolución no es verdadera si no logra defender su supervivencia, cuando arrecian contra ella los ataques en la etapa inmediata a su llegada al poder, los movimientos revolucionarios se ven precisados a alterar las precedencias de sus programas de beneficio popular para concentrarse en la defensa política y militar del proceso.
De hecho, las amenazas y presiones iniciales que deben enfrentar los procesos populares constituyen agresiones en sí mismas, porque obligan a los agredidos a relegar a otro plano la razón de ser del proceso redentor, que es la de trabajar por el bienestar espiritual y material de toda la población, ante todo de los más preteridos.
Mediante intimidaciones, chantajes e imposiciones en las que se hace evidente la conjunción de intereses de las oligarquías nacionales con los del imperialismo, se trata de restar apoyo, o al menos evitar que se sumen nuevos factores a la corriente de respaldo popular al proceso de cambios que se inicia.
Sus acciones abarcan diversas formas de intromisión en los asuntos internos del país revolucionario: campañas mediáticas difamatorias tanto en la propia nación como internacionales, provocaciones, promoción de traiciones y deserciones, fomento de conflictos en las relaciones con sus aliados, actos diplomáticas hostiles y muchas otras en las que la impaciencia de los dirigentes revolucionarios a menudo sirve a los propósitos del agresor.
En última instancia, el objetivo de esta política de presiones y amenazas es tratar de llegar al pueblo de la nación en revolución con el mensaje de que la disyuntiva que enfrenta no es "quedarse como está o aspirar al bienestar espiritual y material que prometen las ideas revolucionarias" sino "arriesgar lo poco que se tiene en aras de beneficios irrealizables".
En las actuales condiciones de globalización y unipolaridad, los Estados Unidos se han convertido, prácticamente, en el poder hegemónico singular que solo comparte su dominio con otras potencias que actúan a su sombra.
¿A partir de qué prerrogativas Washington se permite intervenir en los procesos revolucionarios de otras naciones cuyos pueblos los emprenden en ejercicio de las soberanías que ostentan en virtud de normas universalmente reconocidas del derecho internacional?
A fines del siglo XVIII, los ideólogos fundadores del imperialismo norteamericano desarrollaron los principios del "destino manifiesto", una concepción que atribuía a Estados Unidos la supuesta misión especial de llevar su sistema de organización económica, social y política, primero, a toda la América del Norte y, posteriormente, a todo el hemisferio occidental.
La expansión interna, al oeste, se completó a fines del Siglo XIX por medio del exterminio de prácticamente toda la población autóctona asentada desde tiempos atávicos en esos territorios y el despojo a los vecinos mexicanos de casi la mitad de su territorio mediante una guerra declarada por el presidente Polk en 1848 que les propició anexarse Texas, California y Nuevo México, espacios considerados como indispensables para la realización de su "destino manifiesto" como nación.
En 1823, el presidente James Monroe había pronunciado la doctrina de "América para los americanos", que la historia conoce como la unilateral Doctrina Monroe, según la cual toda interferencia por cualquier potencia europea en las emergentes repúblicas latinoamericanas sería considerada un acto inamistoso contra los propios Estados Unidos. En virtud de tal doctrina, su gobierno se atribuía la facultad de "proteger a la región", una declaración de paternalismo defensivo hacia el resto del hemisferio que pronto dejó ver su naturaleza expansionista.
Sin embargo, esta vocación de crecimiento territorial no era más que el revestimiento de la esencia imperialista que anidaba en Estados Unidos y que llegaría a convertir a esa nación en la más poderosa superpotencia mundial.
Ninguna de estas unilaterales políticas hegemónicas hubo de insertarse en el derecho internacional como norma aceptada formalmente por la comunidad de naciones del continente, lo cual no obstó para que Washington emprendiera a su tenor acciones que le han calificado como el más temible depredador del mundo contemporáneo.
Desde que en 1890 tuvieron lugar la masacre de 300 aborígenes en Wounded Knee -en el oeste norteamericano- y una intervención militar en Buenos Aires, Argentina, hasta nuestros días, los historiadores han registrado más de 120 intervenciones con tropas llevadas a cabo por Estados Unidos en todos los continentes. Esta cifra no considera un número considerable de operaciones desestabilizadoras encubiertas con parecidos resultados.
Según el escritor y politólogo norteamericano William Blum, desde que en 1945 concluyó la segunda guerra mundial, el gobierno de los Estados Unidos de América ha participado militarmente en el derrocamiento de cuarenta gobiernos extranjeros con los que no simpatizaba, además de aplastar a treinta movimientos revolucionarios que luchaban contra regímenes afines al imperio y rechazados por sus pueblos.
Al ejecutar esas acciones, Estados Unidos bombardeó 25 países, causó la muerte a millones de personas y condenó a la miseria y la desesperanza a muchos millones más.
Lo que no logra registrar la historia son aquellos éxitos de Washington en los que han bastado las amenazas, las presiones y las mentiras para lograr la traición de sectores vinculados a los intereses de las oligarquías nacionales, la quiebra de la unidad de las fuerzas revolucionarias o el desánimo en las propias filas de los movimientos derivado de errores al enfrentar las maniobras y campañas enemigas, todo lo cual provoca amargura y frustración en los pueblos.
El desarrollo reciente de los acontecimientos políticos en nuestra América muestra que las fuerzas revolucionarias y progresistas ya son capaces de asumir el enfrentamiento a las maniobras y presiones en la etapa de consolidación en el poder con firmeza en sus posiciones, unidad de sus filas y mucha serenidad para evitar caer en las trampas que prepara el imperio.
*Manuel E. Yepe Menéndez es abogado, economista y politólogo. Se desempeña como Profesor en el Instituto Superior de Relaciones Internacionales de La Habana.
Junio de 2007
19.6.07
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